El reciente último número de la revista La casa de cartón (Nº 14, verano-otoño de 1998), dirigida por Sandro Chiri, ha sido dedicada, con todo acierto y justicia, al poeta Javier Sologuren (Lima, 1921). Se trata de un nutrido conjunto de artículos que examinan la vida y obra de uno de los más grandes y originales poetas peruanos contemporáneos.
La obra de Javier Sologuren se inicia en los años 40 cuando publica El morador (1944), y continúa -son sus propias palabras- “a través de círculos concéntricos” con Detenimientos (1947), Dédalo dormido (1949), Bajo los ojos del amor (1950), Otoño, endechas (1959), Estancias (1960), La gruta de la sirena (1961), Recinto (1967), Surcando el aire oscuro (1970), Corola parva (1977) y Folios de El Enamorado y la Muerte (1980). Libros y plaquetas que han sido reunidos en Vida Continua, cuya última edición data de 1989. En 1992 entregó lo que es hasta el presente su última producción: Un trino en la ventana vacía. Veamos brevemente el contenido de los artículos.
A Carlos López Degregori le llama la atención cómo, en el lapso correspondiente a los años 40 y 50 se ha podido conjuntar un notable grupo de cultores de la palabra entre los que sobresalen -aparte del homenajeado- Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, Alejandro Romualdo, Wáshington Delgado, Francisco Bendezú y Carlos Germán Belli. López Degregori destaca la íntima trabazón entre la obra y la existencia del poeta que traduce muy bien el título de toda su obra reunida: vida continua.
Ana María Gazzolo incide en un aspecto recurrente en la poesía de Sologuren: su reflexión constante sobre el acto de la escritura: “El observador (el poeta) adquiere identidad en el lenguaje, éste no es tan sólo un medio sino una forma de conocimiento de lo impreciso, de lo evanescente”.
Aparte del análisis y comentario de la obra poética, Ricardo Silva-Santisteban llama la atención sobre la labor llevada a cabo por Sologuren como auspiciador de numerosos jóvenes poetas a través de la publicación de preciosas plaquetas y cuadernillos por intemedio de las Ediciones de La Rama Florida (que alcanzó 120 títulos). Otro aspecto resaltado por Ricardo Silva es la actividad traductora, en versiones reunidas en: Las uvas del racimo (1989), que ofrece textos de autores suecos, italianos y franceses; Razón ardiente (1988), poesía francesa a partir de Apollinaire; El rumor del origen (1993), antología de la literatura japonesa de todos los tiempos; Cuentos y poemas del Japón; y, finalmente, Sombra del porvenir (1996), traducción de la poeta finlandesa de lengua sueca Edith Södergran
El análisis de la obra en prosa de Sologuren es debida a la firma del filósofo David Sobrevilla, quien enumera y comenta los artículos sobre literatura, artes plásticas y temas varios escritos por Sologuren a lo largo de más de 50 años.
Por su parte Javier Ágreda se refiere al aspecto constructivo-arquitectónico de esta poesía: “Son característicos en toda la obra de Sologuren el equilibrio y la armonía entre los elementos formales del poema (desde su reconocida maestría en el manejo de los ritmos hasta la fuerza y belleza de las imágenes) y una fina sensibilidad poética que se manifiesta no sólo en la fecunda observación de lo natural y humano, sino también en la capacidad de producir textos con múltiples y sugerentes resonancias”.
Otra faceta poco conocida de Sologuren, y relevada esta vez por Jorge Eslava, es la producción de textos para niños. “Retornelo” es, a este respecto, una muestra de esa dedicación que no por estar dedicada a los infantes deja de lado el “refinamiento en la escritura, la hondura en el sentimiento y el alto sentido musical en la expresión”.
Sobresale, finalmente, el artículo de Jorge Eduardo Eielson, verdadera obra maestra de rigurosidad formal y conceptual. Los datos biográficos (“son más de 50 años de intacta amistad”), los recuerdos de las ediciones de sus poesías (“a él le debo la parte visible de mi existencia literaria”), la contraposición de sus caracteres (“su naturaleza apolínea, generosa y transparente, y la mía, dionisíaca, caótica, subterránea”), entre otros aspectos desarrollados, revelan tanto la admiración como el aprecio “al gran poeta y amigo”.Merecido homenaje a quien, sin duda alguna, constituye una de las más altas cimas de la tradición poética en lengua castellana en el presente siglo.
Javier Sologuren (1921-2004) era una de esas gentes: poeta entre poetas, es imposible no tenerlo presente. También habitante académico de La Molina —como José María Arguedas, o ese otro poeta tranquilo, Manuel Moreno Jimeno—, Sologuren descontaba el salario dictando clases de redacción y castellano a futuros profesionales de la agricultura, y al mismo tiempo se las arreglaba para publicar poemarios y plaquetas cuidadísimos en un aparato casi doméstico, sin perder el paso de la poesía en Japón o en Suecia o en Italia o en el mundo: poeta extraordinario y traductor de lujo, trajo al castellano escritores de todas las latitudes. Valga una brevísima anécdota personal: con frecuencia, a fines de los 70 —quien escribe era un recién estrenado docente en la universidad—, coincidíamos de vez en cuando en el ómnibus con el maestro Sologuren, y ahí charlábamos de cualquier cosa. En una de las primeras veces que hablamos, o hablaba yo, joven bocón, tratando de mostrar que los economistas ganaderos no éramos tan bestias, recuerdo que vino Epicuro al cuento, y yo muy suelto de huesos le dije que el onanismo estaba bien bajo ciertas condiciones o no sé qué, y que onanista por aquí y onanista por allá, y él me miraba con ojos sorprendidos y sonrisa comprensiva, caritativa. Recordar mi no tan obvia confusión entre «hedonista» y «onanista» (¿confusión...?), siempre nos hizo reír cada vez que nos encontrábamos en el ómnibus o a la hora de almorzar, en las lamentablemente pocas oportunidades en las que esas conversaciones sabrosas se pudieron dar. Lo bueno fue que, después de tan hermosa metida de pata cuasi inaugural, ya cerré lo bocaza mía, así que la mayor parte del tiempo yo escuchaba, y él siempre terminaba contando lo que hacía, que en esa época (¿siempre?) tenía mucho que ver con poesía japonesa. Javier Sologuren escribió mucha poesía, y la cultivó en poetas jóvenes y la mostró al resto del mundo. Copio, de la primera edición de su Vida continua (Ediciones de la Rama Florida y de la Biblioteca Universitaria, 1966, p. 65), adornada con viñetas de Szyszlo, las siguientes líneas, escritas cuando el poeta tenía menos de 30 años:
Aún eres tú como una rueda de dulces tinieblas
Aun eres tú en medio de una incesante cascada
Aún eres tú quien me tiene a sus pies como un ardiente brazo de perfumes en el centro del mundo. bajo las
plumas del cielo, como la yerba de oro
(Y esos versos son para ti, América Latina, prestados del poeta grande, ahora que te esfumas entre horas ocupadas y distancias insalvables, porque es bueno pensar en el amor y no en la guerra. Sabes que pienso en ti, a veces con la furia de no verte, y sabes que a veces, cuando te veo, no sé verte.) |