DÉDALO DORMIDO
Perecer con el permiso de
una bondad que no se
extingue.
Ya no ser sino el minuto vibrante, el traspaso
del cielo,
canto de vida rápida, intensa mano de lo nuestro,
desnuda.
Hallarse vivo, despierto en el espacio sensible de
una oreja,
recibiendo los pesados materiales que la música
arroja
desde una altura donde todo gime de una extraña
pureza.
Miembros de luz sorda, choques de completísimas
estatuas,
lámparas que estallan, escombros primitivos como la
muerte.
Vaso de vino pronto a gemir en una tormenta
humana,
con una sofocante alegría que olvida el arreglo de
las cosas,
ebrio a distancias diferentes del sonido sin
clemencia,
errando reflexivo entre el baile de las puertas
abatidas,
aislando una racha salobre en la inminencia de
la muerte,
pisando las hierbas del mar, las novedades del
corazón,
pulsando una escala infinita, un centro sonoro
inacabable.
Modificado por una azarosa, por una incontrolable
compañía.
Pisadas en nuestro corazón, puertas en nuestros
oídos,
temblor de los cielos de
espaldas, árboles crecidos
de improviso,
paisajes bañados por una murmurante dulzura, por
una sustancia